lunes, 7 de septiembre de 2009

Quien Mato a Rucci


Cronica de Una Muerte Anunciada
Lino apunta su bigote renegrido hacia el fusil FAL; el caño penetra el agujero en forma de 7 que acaba de hacer en la tela roja con las letras “Se Vende” que cubre una de las ventanas del primer piso de una casa vecina a la de José Ignacio Rucci. “¡Perfecto! Desde aquí seguro que le doy en el cuello a ese burócrata traidor,” exclama satisfecho con su tonada cordobesa. Es el jefe del grupo montonero que está por matar a Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo y pieza clave en el pacto entre los empresarios y los sindicalistas auspiciado por Juan Perón para contener la inflación, impulsar la industria nacional y volver a un reparto “peronista” de la riqueza: la mitad para el capital y la otra mitad para el trabajo. Un esquema con una mayor participación del Estado, con obstáculos y topes para el libre juego de las fuerzas del mercado, pero dentro del capitalismo.

Es el martes 25 de septiembre de 1973 y faltan quince minutos para el mediodía. Dos días antes Perón fue elegido presidente por tercera vez con casi 7,4 millones de votos, el 61,85 por ciento. Los peronistas siguen festejando el regreso triunfal del General luego de casi 18 años de exilio; los que no lo son confían en que el anciano líder, que ahora se define como “un león herbívoro”, tenga la receta para terminar con la violencia desatada durante la dictadura, que también fue fogoneada por él. Pero, Lino ya no tiene muchas esperanzas en Perón: las fue perdiendo con la matanza de Ezeiza y con la caída del “Tío” Héctor Cámpora. Perón se les está yendo a la derecha y ellos han decidido apretarlo, “tirarle un fiambre”, el de Rucci, para que los vuelva a tener en cuenta en el reparto del poder.

Por eso, Lino no está para festejos. Más bien, luce genuinamente interesado por alguien que no conoce. “¿Cómo está la dueña de casa?”, pregunta en alusión a Magdalena Villa viuda de Colgre, quien sigue atada de pies y manos en el dormitorio. “Bien, no te hagas problemas que ‘El Flaco’ la cuida”, le contesta “El Monra”. Más allá de eso, Lino está sereno; él tiene nervios de acero y por algo es, seguramente, el mejor cuadro militar de Montoneros. Fue adiestrado en Cuba y hasta sus enemigos lo elogian. Hace más de un año, el 10 de abril de 1972, cuando acribilló al general Juan Carlos Sánchez, que era amo y señor de Rosario y sus alrededores, el último presidente de la dictadura, el general Alejandro Lanusse, opinó en el velatorio: “Debe haber sido un comando argelino: en nuestro país no hay nadie capaz de tirar así desde un auto en movimiento”. Sólo que Lino es un revolucionario al estilo de su admirado Che Guevara, capaz de sentir un amor muy intenso por los pueblos y por sus anónimos semejantes sin que eso le impida cumplir otro requisito del Che: llenarse de “odio intransigente” por el enemigo y convertirse en “una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”. Una complicada dialéctica de amor-odio, de ternura y dureza, el fundamento de la ética del Che que distingue al verdadero revolucionario, por la cual Lino tuvo que abandonar hasta a sus dos hijos tan queridos. Todo, por la revolución socialista, la liberación nacional, el comunismo y el hombre nuevo.

Al acecho, Lino y sus hombres esperan que Rucci salga en dirección al Torino colorado de la CGT, chapa provisoria E75.885 pegada en el parabrisas y en el vidrio trasero, que acaba de estacionar frente a la casa chorizo de Avellaneda 2953, en el barrio de Flores. Los Rucci viven desde hace poco más de cuatro meses en el último departamento, al fondo de un largo pasillo de mosaicos color sangre que el chofer del sindicalista, Abraham “Tito” Muñoz, recorre con paso ligero para avisar que ya llegó y que también están listos los “muchachos”, el pelotón de guardaespaldas reclutados entre los metalúrgicos que ahora esperan charlando en la vereda sobre fútbol, boxeo y mujeres. Rucci lo recibe en camiseta, tomando unos mates que le ceba su esposa, Coca. Ya ordenó al albañil que le está haciendo unos arreglos en el patio que se apure porque “el domingo cumple años mi pibe y quiero hacerle un asadito”, y está conversando con su jefe de prensa, Osvaldo Agosto, repasando el mensaje que piensa grabar dentro de una hora en el Canal 13 para el programa de Sergio Villarroel.

—Así está bien, tiene que ser un mensaje de conciliación, como para iniciar una nueva etapa. Tenemos que ayudar al General: dieciocho años peleando para que él vuelva y ahora estos pelotudos de los Montos y de los “bichos colorados” del ERP quieren seguir en la joda –dice Rucci, conocido como José o “El Petiso”, con su tono exaltado de siempre.

Rucci luce contento por la victoria del domingo y ya hace cálculos sobre cómo sería el tercer gobierno del General.

—La CGT tendría que tener el Ministerio de Trabajo –suspira.

Es que no está satisfecho con Ricardo Otero, “La Cotorra”, un metalúrgico como él pero que fue puesto en Trabajo por Lorenzo Miguel, el secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica y líder de las 62 Organizaciones Peronistas.

—Tito: ¿por qué no vas al fondo a decirle a los muchachos que vengan, que se nos hace tarde?

Rucci se refería a los tres “culatas” que esa noche habían quedado de custodia en la casa: Ramón “Negro” Rocha, un ex boxeador santafesino que había peleado tres veces con el mismísimo Carlos Monzón; Jorge Sampedro, más conocido como Jorge Corea o Negro Corea, otro ex boxeador pero de Villa Lugano, y Carlos “Nito” Carrere, a quien había traído de San Nicolás. Tres muchachos de confianza, del gremio, pero que ese día estaban bastante averiados: no habían dormido bien, habían tomado bastante e incluso uno de ellos había vuelto muy tarde del cabaret, a las 7 de la mañana.

Mientras Tito Muñoz vuelve al living a la cabeza de una fila adormilada, Agosto menea la cabeza y echa un vistazo a su reloj: “Uy, son casi las 12, tendríamos que ir saliendo...”.

El sonido del teléfono los interrumpe. Atiende Coca. “Para vos, José, es Lidia. Dice que es urgente, que Lorenzo te está buscando. Ya llamó antes, cuando estabas durmiendo”, le dice la esposa. Antes de atender a Lidia Vivona, la secretaria privada de Lorenzo Miguel, Rucci le hace una pregunta a Agosto.

—¿Para dónde vamos?

—Al Canal 13, en Constitución.

—Está bien, vos andá en el auto de adelante que yo te sigo... Ufa, Lidia, ¿qué pasa que hay tanto apuro?

—Hola, José; no, viste que Lorenzo dice que, si podés, necesita verte urgente, lo más pronto posible; que es un asunto importantísimo.

—Bueno, Lidia, me tomo este matecito que me está alcanzando Coca y salgo para allá, pero antes tengo que pasar por el Canal 13 a grabar un mensaje. Después de esa grabación, que es cortita, voy para allá.

Rucci se pone una camisa bordó y un saco marrón a cuadros, y ordena a Muñoz, su chofer: “Tito, avisale a los muchachos que están en la puerta que se suban a los autos, que se preparen que ya salimos. Pero, que no hagan mucho lío con las armas, que no las muestren mucho”.

Otro llamado lo interrumpe. Esta vez es Elsa, una amiga de Coca, que la enreda en una charla interminable sobre un juego de copas regalo de casamiento que para su desgracia acaba de rompérsele. Coqueto como siempre, Rucci se retoca el jopo y el bigote frente a un espejo, y le hace señas a su mujer.

—Bueno, me voy –le dice Rucci tirándole un beso.

—Elsa, esperame que se está yendo José... Chau, José, chau –le contesta, y sigue la charla.

Cuando abre la puerta de la casa chorizo, sus trece guardaespaldas ya están en sus puestos, sentados en los cuatro autos estacionados sobre Avellaneda. Las últimas palabras que se le escuchan a Rucci son un trivial “Negro, pasate adelante y dejame tu lugar así te ocupás de la motorola”, una orden suave dirigida a Rocha, que en el apuro se había ubicado atrás, junto a Corea. Rocha sale del asiento trasero y está por abrir la puerta delantera cuando lo sorprenden el estruendo de un disparo de Itaka que abre un agujero en el parabrisas y una ráfaga de ametralladora.

En el primer piso de la casa de al lado a Lino no se le mueve un pelo; apunta con cuidado, espera el segundo preciso e inmediatamente después de la ráfaga de ametralladora, aprieta el gatillo del FAL. Son las 12.10 y la bala penetra limpita en la cara lateral izquierda del cuello de Rucci, de un metro setenta de altura, que a los 49 años estira su mano pero no llega nunca a tocar la manija de la puerta trasera del Torino colorado. De izquierda a derecha entra el plomo, que parte la yugular y levanta en el aire los 69 kilos del “único sindicalista que me es leal, creo”, como dijo Perón la primera vez que lo vio, en Madrid. Los pies dibujan un extraño garabato en el aire y cuando vuelven a tocar la vereda el secretario general de la CGT ya está muerto. Un tiro fatal, definitivo, disimulado entre los 25 agujeritos que afean su cuerpo, abiertos por el FAL de Lino pero también por la Itaka y la pistola 9 milímetros que usan “El Monra” y Pablo Cristiano. De nada sirve que el fiel Corea eluda las balas y le levante la cabeza gimiendo “José, José”. Rucci está tirado en el piso, la cabeza casi rozando esa puerta trasera que no abrió, los zapatos italianos en dirección a la pared. Ya no puede oír los disparos furiosos de sus confundidos custodias, que, luego de la sorpresa, apuntan contra fantasmas ubicados en la vereda de enfrente, en las vidrieras del negocio de venta de autos usados Tebele Hermanos, que se hacen añicos, y en el colegio Maimónides. Tampoco puede socorrer al Negro Rocha, a quien un disparo le ha abierto la cabeza, ni a Tito Muñoz, su chofer, que se arrastra con su arma hasta un garaje vecino y no alcanza a llegar al lavadero que se desmaya, todo ensangrentado por los cuatro balazos que le han agujereado la espalda. Ya es tarde para José Ignacio Rucci. Tantas culatas no le han servido ni siquiera para adivinar el lugar de dónde partieron los disparos asesinos.

Perón, Garré, Kunkel y el velatorio
Raúl Lastiri dirigía, formalmente, el país desde hacía 74 días en reemplazo del renunciado Héctor Cámpora, pero se sentía mucho más cómodo en su despacho de presidente de la Cámara de Diputados. Había sido puesto allí por las presiones de su influyente suegro, José López Rega, padre de su esposa, Norma; secretario privado de Juan Perón, y ministro de Bienestar Social, a pesar de que había entrado en un alejado sexto lugar por la lista del Frente Justicialista de Liberación de la Capital Federal.

Cuando Cámpora tuvo que renunciar para abrirle paso a Perón, el 13 de julio de 1973, Lastiri, un fanático de las corbatas, saltó a la presidencia de la República con la misión de preparar las elecciones que coronarían el retorno del General.

Habían pasado apenas dos horas del atentado que ya conmocionaba a los argentinos cuando Raúl Lastiri ordenó a su secretaria en la Cámara baja que convocara urgente a su despacho a Nilda Garré, luego embajadora en Venezuela y ministra de Defensa con los Kirchner; a Julio Bárbaro, titular del Consejo Federal de Radiodifusión hasta abril, y a otros jóvenes diputados que mantenían un buen diálogo con sus colegas encuadrados en Montoneros.

—Compañeros, los llamé porque el General está muy preocupado y nos pide que invitemos a los diputados más vinculados a Montoneros para que vayan al velatorio de Rucci y así se demuestre públicamente que el asesinato no fue obra de ellos –les dijo.

—¿El General sospecha de algún grupo? –quiso saber Bárbaro.

—El espera que haya sido obra de un enemigo externo al Movimiento.

Perón quería creer que su fiel Rucci había sido asesinado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo militar del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), trotskista, que continuaba en la lucha armada a pesar de que el 25 de mayo de aquel año se había terminado la dictadura y Argentina había vuelto a la democracia.

Los heraldos de Lastiri partieron en busca de Carlos Kunkel (era el jefe en La Plata de un joven, impetuoso y periférico santacruceño que estudiaba abogacía, Néstor Kirchner), Armando Croatto, Aníbal Iturrieta, Rodolfo Vittar, Roberto Vidaña, Diego Muñiz Barreto y de otros jóvenes que formaban parte de los más de veinte legisladores que pertenecían a Montoneros. El resultado fue negativo. “No podemos ir al velatorio de Rucci por razones obvias”, resumió uno de ellos. A los veinte minutos, Garré, Bárbaro y los otros comisionados estaban de vuelta en el despacho de Lastiri. “Vamos a tener que ir solos: fueron ellos”, le contaron. La última esperanza de Perón de que no hubieran sido sus hijos descarriados había durado menos de media hora.
Extraido del diario: Panorama.com

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