Bob Woodward, el 12 de septiembre de 2001
decía: ““¿Por qué no vamos por Irak, además de Al Qaeda?
La pregunta había sido formulada por el jefe
del Pentágono en la reunión de máxima seguridad que se realizó en la Casa
Blanca cuando todavía ardían las Torres Gemelas. Escuchaban el presidente
George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney y la canciller Condoleeza Rice.
Pero no hubo respuesta. No era necesario. Los halcones republicanos compartían
la tentación de utilizar la conmoción en la que había quedado la opinión
pública estadounidense para derrocar a Saddam Husein de Irak.
Obama había arribado a la Casa Blanca garantizando intercambiar la imagen de desprecio por las instituciones
internacionales que había brindado Bush. Dijo: “Que las mentiras dejarían de
ser la herramienta diplomática para diseñar una estrategia de política exterior”.
Juró que Estados Unidos nunca más desoiría a sus aliados y que no se tomaría
ninguna decisión sin consultar a las Naciones Unidas.
Pero el fragor de la batalla que
Washington está iniciando hizo olvidar las promesas de Obama. El “síndrome de
Irak” está presente en la Casa Blanca y tanto el presidente como su canciller,
John Kerry, intentan demostrar que esta vez no quedaran dudas sobre las
“pruebas” que Estados Unidos invoca para lanzar una nueva guerra. El problema
es que son muchos los interrogantes todavía abiertos sobre la utilización de
armas químicas en Siria.
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